Vuelo nocturno

Levanto la mirada por encima de los reposacabezas. Sobrevolamos un mar oscuro tan inmóvil que, si no fuera por el ruido constante de las turbinas, pensaría que estamos suspendidos en el vacío. En la pantalla, una diminuta silueta de avión parpadea, trazando una línea roja entre dos lugares, dos idiomas, dos mundos. Cruzamos la noche como un cuchillo hundiéndose en un postre de gelatina. La cabina de pasajeros es un limbo donde los pensamientos flotan y se enredan, desvinculados del tiempo. La voz del capitán, con un marcado acento extranjero, interrumpe el silencio para informar sobre nuestra ubicación, altitud y temperatura.

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Getty Images / iStockphoto

Elijo una película del menú al azar. Más tarde no recordaré el título, pero una frase se me quedará grabada: “Cuando una relación se convierte en un desierto, puede ser por exceso tanto de frío como de calor”. La aridez de un desierto –ya sea de arena o de hielo– tiene su propia configuración. La Antártida, el más grande del mundo, yace bajo permafrost y capas de hielo. Como describe Annie Ernaux en La mujer helada, las relaciones se congelan en la rutina: proyectos compartidos que se agotan, palabras gastadas, el molinillo de café girando en un paisaje doméstico sin vida. Otras, en cambio, se queman en el exceso, consumidas por emociones que arrasan con todo.

Las relaciones se congelan en la rutina; otras, en cambio, se queman en el exceso

Incluso en los desiertos más hostiles hay semillas que esperan germinar. En el archipiélago de Svalbard, bajo la nieve ártica, se conservan muestras de plantas de todo el mundo, listas para regenerar la vida en caso de catástrofe. ¿Será posible que, en el terreno de las relaciones humanas, también existan fragmentos capaces de preservarse? Momentos, sensaciones... aquello que permanece cuando todo lo demás se esfuma.

Mientras el avión sigue su curso, fiel a la línea roja de la pantalla, recuerdo Sajá, la república siberiana donde las temperaturas oscilan entre valores extremos. Allí, las contradicciones son una forma de vida que los rusos han sabido aceptar, como diría Dostoyevski. Quizás las relaciones humanas no sean tan distintas: buscan un equilibrio entre lo que se conserva y lo que se deja ir. Entre el calor tórrido y el frío inmovilizador está la posibilidad de encontrar algo nuevo que florezca.

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