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La Xunta de Galicia acaba de aprobar una ley que obliga a destinar la mitad de la energía generada por las plantas eólicas a los consumidores y las empresas de su comunidad. Por esa lógica, la Generalitat Valenciana tendría legitimidad para obligar a la central nuclear de Confrentes a abastecer a los vecinos de las comarcas bañadas por la cuenca del Jalance, que refrigera el reactor. O incluso, uno y otro podrían decidir que fuesen las factorías de PSA en Vigo y de Ford en Almussafes las que se beneficiaran de los megawatios de sus instalaciones. ¿Por qué no exigir a estos dos fabricantes que reservasen una parte de su producción a los conductores gallegos y valencianos? Y así hasta la aldea final. O lo que es lo mismo, a la quiebra de las empresas.
La captura de los recursos que se generan en un territorio a través del boletín oficial no es algo que se haya inventado Alfonso Rueda desde Santiago de Compostela. Se trata de una concepción extrema del localismo económico como reacción a los efectos de la globalización y el libre comercio, que ha afectado a las industrias de muchas zonas. La administración Trump anda en ello con la pistola de los aranceles encima de la mesa.
En un ensayo mil veces citado lo explicó el actual vicepresidente de Estados Unidos, JD Vance. La elegía de Hillbilly describía el efecto destructor del cierre de las fábricas del motor en la región de los Apalaches conocida como el cinturón del óxido. La pobreza se extendió sobre una población culturalmente violenta, los rednecks (paletos descendientes de escoceses), que manifestaban su decrepitud en la falta de piezas dentales: resolvían sus problemas a puñetazos y carecían de cobertura médica.
JD Vance escribió todo esto antes de volverse un ultra. Es decir, cuando tenía claro que la situación en los Apalaches era consecuencia del drenaje de riqueza que fluía de Occidente hacia China en busca de la mano de obra a tres dólares la hora. El furor del libre comercio de primeros de siglo redujo la desigualdad y la pobreza en el mundo, pero disparó la que afectaba internamente a los países occidentales. Sus efectos secundarios no son hoy las bocas melladas de los paletos de los Apalaches, sino en el pelo naranja de quien manda en la Casa Blanca, como explican desde el ángulo de la socialdemocracia Andrea Rizzi en La era de la revancha o como experto en mercados Fernando Primo de Rivera en La economía que viene,una propuesta radical.
Durante su intervención en la Conferencia de Seguridad de Munich, el vicepresidente Vance eximió a Rusia de toda culpa en Ucrania (al final, la inflación que provocó le ayudó a llegar al Gobierno) y acusó a los europeos de provocar sus males por su fe en los valores del movimiento woke. La miseria moral del alegato no invalida una última conclusión válida: todas las cartas están ahora encima de la mesa y los europeos serán responsables de jugarlas. Por eso, días después el líder intelectual y moral de esta UE en crisis, Mario Draghi, se dirigió en tono exasperado a los gobiernos y las instituciones comunitarias: «Hagan algo».
Draghi explicó que los aranceles que plantea Trump, pese a ser lesivos, palidecen frente a los que se imponen los Estados y sus regiones entre sí, que llegan al 45% en las manufacturas y al 110% en los servicios. «A menudo, somos nuestros peores enemigos», lamentó. El derribo de las barreras internas traerá «más productividad y más financiación». Muros como el aprobado en Galicia tratan de vincular las inversiones al terruño y no a la rentabilidad y fragmentan todavía más los mercados. Igual amarran votos, pero bajo sus premisas Inditex jamás se hubiera desarrollado. Recuerden a Draghi: «Si nos unimos, triunfaremos».