El cardenal Kevin Farrell y el papa Francisco, en una foto de archivo.

El cardenal Kevin Farrell y el papa Francisco, en una foto de archivo. Vatican News

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Kevin Farrell, el exlegionario de Cristo formado en Salamanca que gobernará el Vaticano hasta la elección del nuevo Papa

El nuevo regente del Vaticano no es un reformista de corazón, sino un operador de talento. En su juventud formó parte del ala más conservadora de la Iglesia.

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Cuando los muros de mármol de la Basílica de San Pedro se cierran al mundo tras la muerte de un papa, el que reina no es quien inspira la fe, sino quien administra el poder. Hoy, en esa silla invisible se sienta Kevin Farrell, un cardenal texano formado en Salamanca, exlegionario de Cristo y pieza clave de la maquinaria vaticana en tiempos de incertidumbre. Durante los días —o quizás semanas— de sede vacante, Farrell no llevará la sotana blanca ni el solideo, pero tendrá en sus manos las llaves financieras, logísticas y ceremoniales de la Iglesia católica.

A sus 77 años, el camarlengo encarna una biografía improbable en un Vaticano que aún mastica la herencia de Francisco. Dublinés de nacimiento, educado en el rigor ultraconservador de los Legionarios, madurado en el dinamismo político de la Iglesia estadounidense y, finalmente, reconvertido en uno de los hombres de confianza de un papa, Jorge Bergoglio, que ha querido alejar a Roma del poder como tentación y acercarla a las periferias como misión.

El nuevo regente del Vaticano no es un reformista de corazón, pero sí un operador de talento. Y su trayectoria, tejida entre silencios estratégicos y cambios oportunos, explica por qué, en esta hora crítica, el catolicismo global ha depositado en sus manos el timón de la transición. Uno de esos trabajos para los que no existe un manual de instrucciones.

Nacido en Dublín en 1947, Farrell entró joven en los Legionarios de Cristo, congregación entonces en pleno auge y hoy marcada por los escándalos de su fundador, Marcial Maciel, acusado de abusos sexuales reiterados desde los años 40. De aquella época, el camarlengo conserva la impronta de una formación férrea y la marca indeleble de un catolicismo militante, aunque con el tiempo se haya despojado de muchos de sus rasgos más dogmáticos. Su paso por Salamanca, donde estudió filosofía y teología, le abrió a un mundo más amplio, lejos del estrecho horizonte de su congregación original.

Allí, entre los claustros de la universidad pontificia, empezó a perfilar un catolicismo más dialogante, atento a los signos de los tiempos. Después de abandonar los Legionarios —decisión nada menor en aquel contexto—, Farrell recaló en su Estados Unidos natal, donde hizo carrera en la diócesis de Washington al amparo de Theodore McCarrick, otra figura caída en desgracia también por los abusos sexuales. De nuevo, Farrell logró salir indemne de aquellas turbulencias, mostrando una habilidad poco común para sobrevivir a las sacudidas internas de la Iglesia norteamericana.

En 2016, Francisco lo llamó a Roma para encabezar un nuevo y simbólico dicasterio (una especie de ministerio de la curia): el de Laicos, Familia y Vida. Un movimiento audaz, no sólo por el rango del nombramiento, sino por lo que implicaba en términos de renovación eclesial. Allí, Farrell abrazó con entusiasmo las prioridades de Francisco: una Iglesia menos clerical, más cercana a las familias reales, laicas con nuevos roles de liderazgo, menos rigidez doctrinal en cuestiones de sexualidad y más inclusiva con las mujeres, aunque aún tímida en su apuesta por darles verdadero poder de decisión.

En Roma, Farrell ha mantenido un perfil bajo, alejado de las luchas abiertas por el poder, pero bien relacionado con los círculos reformistas. No es un ideólogo; su poder reside más en la habilidad para navegar entre corrientes opuestas que en liderar una revolución doctrinal. Esa falta de estridencias le ha permitido sobrevivir a los cambios de humor de la curia y estar hoy en una posición clave: como camarlengo, administra el Vaticano en ausencia de Papa; como cardenal elector, participará en el cónclave que decidirá el rumbo de la Iglesia en la era post-Francisco.

La transición

El próximo cónclave será, en muchos sentidos, el más abierto de las últimas décadas. Francisco, con su política de "periferias", ha diversificado el colegio cardenalicio como nunca antes, debilitando el viejo eje europeo. Ahora será el encargado de asegurar que el proceso transcurra con la limpieza, el sigilo y la solemnidad que el ritual exige. Y, de paso, velar para que ningún grupo de poder intente inclinar la balanza antes de tiempo.

No deja de ser paradójico que, en este momento crucial, quien sostenga las riendas del Vaticano sea un exmiembro de una de las órdenes más conservadoras, que hoy trabaja bajo las reglas que un papa progresista diseñó para modernizar la Iglesia. Pero esa, al fin y al cabo, es también la historia de Farrell: la de un hombre que ha aprendido a adaptarse, a leer los signos de los tiempos y a moverse sin ruido en el escenario más teatral del mundo.

En su despacho del Palacio Apostólico, Kevin Farrell no escribirá encíclicas ni reformará el catecismo. Su tarea será más modesta, pero no menos trascendental: custodiar el tiempo intermedio, ese limbo de humo blanco y papeletas quemadas en el que la Iglesia católica, una vez más, busca reinventarse. En una transición así, el Vaticano necesita menos profetas que administradores.