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Lo que el feminismo nos enseña a raíz del libro sobre José Bretón

La madre de Ruth y José, Ruth Ortiz, en una concentración en Huelva, en una imagen de archivo.

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Es mucho lo que se ha discutido en estos días sobre El odio, el libro de no ficción cuya publicación Anagrama ha decidido paralizar de momento. En él, Luisgé Martín relata su acercamiento a José Bretón, el padre que en octubre de 2011 asesinó a sus dos hijos, Ruth y José. Fue el caso que puso en la palestra informativa la violencia vicaria y llevó a incluirla en el Pacto de Estado contra la Violencia de Género.

La madre de los niños, Ruth Ortiz, está intentado que la Justicia impida definitivamente la publicación del libro. En los tres años que tardó el autor en escribirlo, ni él ni la editorial contactaron con ella una sola vez, por sorprendente que parezca. Ortiz solo conoció la existencia de ese libro cuando algunos medios publicaron un adelanto editorial y entrevistas con el autor. Asegura ella que el libro la revictimiza, al dar voz al asesino de sus hijos, y además atenta contra el honor de los menores.

Llama la atención a este respecto que el propio autor admita en el libro que “tomé la decisión —quizá equivocada— de hablar únicamente con José Bretón […] y para ello me resultaba distractivo cualquier otro punto de vista, especialmente el de Ruth Ortiz, a la que, en cualquier caso, no me habría atrevido a mortificar con indagaciones”. Lo que no explica es por qué ni él ni la editorial, una de las más prestigiosa del país, avisaron a la víctima de la aparición del libro. Y eso es, precisamente, lo que hoy señalan tantas y tantos: que dando solo voz al verdugo se prolonga el sufrimiento y el maltrato de la víctima, que se recrean episodios de su propia vida sin siquiera contrastarlos, versiones de parte, de parte de un asesino cruel como pocos.

El debate ha dado para largos artículos, entrevistas, tribunas, publicaciones en redes, donde se abordan las aristas legales del caso, por un lado, y las implicaciones éticas, por otro, así que nada tengo que aportar en ese sentido. No obstante, hay un detalle en el que sí me quiero detener, porque creo que se está pasando por alto en demasiadas ocasiones. Diría que es la primera vez en la que, por fin, de manera extendida se aborda con perspectiva de género un espinoso asunto como este.

Más allá de los debates legales o estrictamente éticos, hay una pregunta que hoy nos hacemos, desde luego mucho más que hace años, y que en el fondo tiene que ver con todo ello: ¿por qué un hombre prefirió no hablar con una mujer víctima de violencia vicaria y sí con su agresor?

La avalancha del true crime y sus a menudo morbosas vías de comercialización se ha intentado cobijar en demasiadas ocasiones bajo el paraguas de la libertad de expresión. De este modo, se ponía el foco en la autoría del libro, el documental o la serie de rigor. El interés público de los crímenes, por lo demás ya aventados por la prensa de manera profusa, supuestamente legitimaba a los autores para “intentar comprender el mal”, como con cierta pompa nos dicen. Salen siempre a colación el insoslayable A sangre fría o, como en el caso del libro de Luisgé Martín, El adversario de Emmanuel Carrère, del que se obvia que no había víctimas vivas a las que se pudiera herir. En otras palabras, en esa ecuación no entraban las víctimas. Ahora, no por primera vez, pero sí de forma generalizada, se cuestiona la sacralidad del autor y sus derechos.

De pronto muchas voces se niegan a que ese derecho esté por encima del de la dignidad de la víctima, que, para lucimiento literario del autor, podría así parecer una simple figurante en su propia tragedia. Es verdad que tampoco faltan quienes argumentan que una ciudadanía madura puede discernir por sí misma sobre qué leer y no, y las implicaciones éticas de su decisión: de nuevo otra sacralidad, en este caso la de la libertad de elección, por encima, otra vez, de la dignidad de las víctimas.

Más allá de los debates legales o estrictamente éticos, hay una pregunta que hoy nos hacemos, desde luego mucho más que hace años, y que en el fondo tiene que ver con todo ello: ¿por qué un hombre prefirió no hablar con una mujer víctima de violencia vicaria y sí con su agresor? Esa pregunta se la debemos al feminismo, y a partir de ahora ningún autor la podrá evitar.

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