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MOSCÚ SIN BRÚJULA

¡Mierda de vaca! (XLXVI)

Alfonso Rojo 13 Ene 2020 - 11:08 CET
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Era poeta, hijo del más famoso escritor de la historia de Georgia y durante el régimen comunista fue enviado en dos ocasiones a los campos de concentración del Gulag por defender el derecho de los cinco millones y medio de georgianos a la independencia.

Zviad Gamsajurdia ostentaba además el curioso honor de haber sido diagnosticado «enfermo mental» tres veces por los psiquiatras del KGB y fue el primer presidente de una antigua república soviética elegido democráticamente y el primero derrocado por un violento golpe de Estado.

Entre ambos hechos, el apoteósico triunfo y la oprobiosa huida, transcurrieron apenas ocho meses.

Gamsajurdia, que en mayo de 1991 ganó arrolladoramente las elecciones georgianas con el 87 % de los votos, pasó dos años exilado, rumiando su venganza, maldiciendo al ruso Boris Yeltsin, a su ex amigo Tenguiz Kitovani, a su ex primer ministro Tenguiz Sigua, a su rival Jaba loseliani y a todos los que contribuyeron a su estrepitosa caída.

Milicianos en la guerra civil de Georgia.

Aunque es adelantar acontecimientos, conviene recordar que el 6 de enero de 1992, estando Igor Mihalev y yo en Tiflis, el atormentado Gamsajurdia consiguió huir hacia Azerbaiyán través de las líneas enemigas, pero se le negó el asilo.

Deportado a Armenia, con el fin supuesto de ser extraditado a Georgia, se le permitió refugiarse en Chechenia para no provocar mayores tensiones entre las ex repúblicas soviéticas.

Gamsajurdia, presidente de Georgia.

Asumió el poder Eduard Shevardnadze, su antiguo rival, pero los enfrentamientos entre zviadistas y el nuevo gobierno, agravados tras la ocupación militar de Abjasia, desembocaron en una guerra civil en septiembre de 1993.

Gamsajurdia aprovechó esta situación y ese mismo mes regresó clandestinamente a Georgia para organizar la resistencia contra Shevardnadze, estableciendo su base de operaciones en la ciudad de Zugdidi.

El 20 de octubre, sin embargo, Rusia envió tropas para sofocar la insurrección y el 6 de noviembre cayó Zugdidi.

Víctimas de la guerra civil en Georgia.

El 31 de diciembre de 1993, Zviad Gamsajurdia fue hallado muerto de un disparo en la cabeza en la aldea de Khibula.

La versión oficial, avalada por su viuda Manana, sus colaboradores más próximos, sus guardaespaldas y por la mayoría de los observadores internacionales, fue que Gamsajurdia se suicidó con una pistola automática Stechkin «en protesta» contra el gobierno de Shevardnadze, en momentos en que el edificio que ocupaba se encontraba rodeado por milicianos del mafioso Mjedrioni.

No obstante, otras fuentes conjeturan que pudo haber sido asesinado, muerto en combate o incluso traicionado por sus propios hombres. Nunca lo sabremos.

Tengiz Kitovani.

Tiflis siempre fue una ciudad hermosa y hospitalaria. Una capital enclavada entre colinas, con un centro antiguo, un caudaloso río y señoriales edificios, donde se bebía buen vino y abundaba la comida.

El 31 de diciembre de 1991, recordaba el Beirut de los años terribles. Los mismos muchachos con ínfulas de «Rambo» y granadas de mano prendidas en la pechera, que vaciaban el cargador con las piernas en tijera y el cigarrillo en los labios para impresionar a los camarógrafos.

Las mismas ametralladoras antiaéreas disparando a ras de suelo, con el cañón al rojo vivo, hasta quedar inservibles.

Milicianos enemigos de Gamsajurdia, en la Guerra Civil de Georgia.

Los mismos ojos despavoridos de civiles atrapados en el tiroteo, el rosario de heridos, los alevosos francotiradores, la espiral de odio y, sobre todo, la misma suicida insensatez.

Cuando llegamos Igor y yo, al anochecer, la sede del KGB local estaba envuelta en llamas y desde una barricada instalada al comienzo de la Avenida Rustaveli, los milicianos de la oposición disparaban contra la voluminosa Casa de Gobierno.

Combates en la Avenida Rustaveli de Tiflis.

Hacía ya nueve días que el presidente Gamsajurdia permanecía atrincherado en su bunker, en el sótano del sólido edificio.

Poco antes de la medianoche, como si se hubieran puesto de acuerdo para celebrar el Fin de Año, en las azoteas suspendieron el fuego.

Lo reanudaron avanzada la mañana del 1 de enero de 1992, cuando a los combatientes de ambos bandos empezó a disipárseles la melopea de coñac, vodka y ese vino espumoso y dulzón que producen los viñedos de la región.

Como en todos los conflictos civiles, la gente contaba historias horripilantes, en las que era imposible discernir verdad e imaginación.

Los «leales» culpaban de todo al «malvado» Shevardnadze, quien de 1972 a 1985 fue el omnipotente secretario general del PC georgiano y todavía manejaba muchos hilos.

Eduard Shevardnadze.

Los rebeldes hablaban de túneles secretos, de ejecuciones sumarias, rehenes e inicuas maniobras de Gamsajurdia.

«Capturaron a uno de los nuestros y lo han colgado de un balcón de la Casa de Gobierno.»

El miliciano, un tipo panzudo y desgreñado que manipulaba un mortero de 60 milímetros en la acera de la Avenida Rustaveli, aseguraba muy serio haber visto el cadáver, pero era incapaz de aclarar en qué balcón y ni siquiera en qué fachada permanecía el supuesto ahorcado.

«Gamsajurdia es tan paranoico como Stalin. Era un gran líder nacionalista, pero tantos años huyendo del KGB, el tiempo que pasó encerrado el Gulag y la victoria en las elecciones lo han vuelto medio loco. Sospecha de todo el mundo.»

Al mediodía logramos que Kitovani, uno de los dos jefes militares de la sublevación, nos recibiera en su «cuartel general», instalado en el caserón del antiguo Instituto de Marxismo-Leninismo.

Kitovani tenía cuello de luchador de greco-romana, pinta de necio, manos enormes y llevaba al cinto, semitapada por los pliegues del chaquetón de camuflaje, una aparatosa pistola automática.

Combates en el centro de Tiflis, en las navidades 1991-92.

Antiguo escultor, compañero de estudios y amigo de Gamsajurdia, fue el encargado de organizar la Guardia Nacional Georgiana, cuando el poeta presidente ganó las elecciones en mayo.

En agosto de 1991, poco después de la intentona golpista de Moscú, se pasó con armas y bagajes a la oposición.

El 22 de diciembre, el mismo día que los presidentes de once repúblicas firmaron en Alma Atá el acta fundacional de la CEI, los guardias de Kitovani y los «caballeros» de Ioseliani se levantaron en armas contra Gamsajurdia.

Guerra en Abajasia.

Disponían de blindados y abundante munición, suministrada clandestinamente por el Ejército Rojo, lo que les permitió sitiar fácilmente a la Casa de Gobierno.

Esa colaboración de los militares rusos y la sospechosa coincidencia del alzamiento con la reunión de Alma Atá, a la que se había negado a asistir Gamsajurdia, era un inequívoco indicio de la presencia de Boris Yeltsin en los bastidores de la revuelta.

Guerra civil en Georgia.

Técnicamente, se trataba de un golpe militar, orquestado por Rusia contra un presidente elegido democráticamente, pero por esas extrañas contradicciones que afligen al periodismo internacional, la inmensa mayoría de los corresponsales calificó a los sediciosos como la «oposición democrática» y al acosado presidente de «gobernante fascistoide».

El primer día del año, con el rostro todavía abotargado por la juerga nocturna, Kitovani comparó a Gamsajurdia con Hitler, dijo que llevaba marcados en la cabeza los tres «6» que identifican al diablo, e insistió en que muy pronto iba a lanzar a sus hombres a un ataque frontal contra la fortificada Casa de Gobierno.

Esa noche, la oposición nombró un «Comité Militar», integrado naturalmente por Ioseliani y Kitovani, anunció haber tomado el poder y dio al asediado presidente un ultimátum de 24 horas.

Si consumido ese plazo Gamsajurdia se obstinaba en no dimitir, arrasarían el edificio.

Daba la impresión de que los rebeldes tenían realmente sitiado a Gamsajurdia y estaban en condiciones de asaltar su bunker.

Al día siguiente, 2 de enero, descubrimos con sorpresa que no era cierto. Fue casi por casualidad, intentando sonsacar información a los «leales» acantonados en el desgarbado edificio del Ministerio del Interior.

Mujer llora en Georgia.

En uno de esos espaciosos despachos que hacían las delicias de los gerifaltes del KGB, un mangante con aires de gigoló, que se presentó como «viceministro del Interior de Georgia», nos detalló con ardor cómo los «bandidos» habían intentado en la mañana incendiar la Casa de Gobierno.

Habían robado un helicóptero en el aeropuerto de Tiflis y cargado dentro un gran barril de gasolina. El aparato rebelde llegó a aproximarse al edificio, pero no pudo arrojar con precisión su inflamable carga debido al fuego graneado que hacían desde la azotea.

En el entusiasmo bélico del momento, el brioso funcionario reiteró una y otra vez que estaban ganando la batalla y como prueba se ofreció a hacernos llegar hasta el propio presidente.

Embarcamos en un renqueante y escandaloso Lada. Ascendimos serpenteando por las tortuosas callejuelas de la zona vieja y al cabo de quince minutos entrábamos serenamente en la Casa de Gobierno.

Un miliciano llora por la muerte de un compañero en Georgia.

Los hombres que montaban guardia en el portalón lucían casco de acero, barba de varios días y nos registraron con meticulosidad y desconfianza.

Sobre el tablero de la mesa del conserje, donde en tiempos pasados reposaba el teléfono, se balanceaban dos granadas de mano.

Hubo que esperar en el sótano, en una habitación forrada de madera, más de seis horas, pero al fin apareció Gamsajurdia.

Demandó un peine, se admiró en un espejito de mano y cuando preguntamos qué opinaba sobre el ultimátum de la oposición respondió sin parpadear: «¡Mierda de vaca!»

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